Por: Donizetti Barrios
Basta con encender la radio para que en menos de un minuto encontremos
decenas de canciones que hablan del amor, pero lamentablemente, casi
todas, enfocándose en el despecho, la tristeza, la traición y el
abandono.
Aquello de que te fuiste y me dejaste parace ser lo más común. Es como si el consumo popular no diera para exaltar la parte positiva y tierna del romance.
Canciones como “La Felicidad” del cantautor argentino Palito Ortega parecieran quedar en desuso y sonar cursis:
“Antes nunca estuve así enamorado, no sentí jamás esta sensación, la gente en las calles parece más buena, todo es diferente gracias al amor.
La felicidad, de sentir amor, hoy hace cantar a mi corazón. La felicidad, me la dio tu amor, hoy vuelvo a cantar, gracias al amor”.
Cuando se lee en la Biblia el libro El Cantar de los Cantares, nombre que es un hebraísmo y que significa el más hermoso de todos los cantos, lo que apreciamos es romance puro, romanticismo del bueno, amor de pareja, galanteo y coqueteo entre el Rey Salomón (su autor) y la Sulamita, su esposa.
Aunque proyectando este cuadro de manera escatológica estos dos personajes están tipificando a Cristo y a su novia, la iglesia cristiana.
No obstante, sin perder de vista el romance como sentido primario, esta especie de ópera que pone en escena a un amado con su amada, acompañados de unos amigos y un coro de mujeres de Jerusalén; nos muestra la declaración de su amor mutuo, su admiración, su ternura, su deseo y pasión.
Son seis cánticos repartidos en ocho capítulos en los que no hay erotismo barato para el comercio, ni romance de telenovela.
En ellos se destaca el amor entre un hombre y una mujer dejando una gran una lección de pasión para dos seres que se aman y se comprometen en un pacto ante Dios.
Pero también la pareja sella un contrato conyugal ante las leyes civiles para amarse, respetarse, cuidarse, darse placer, sacarse adelante el uno al otro y formar una familia.
El matrimonio no fue diseñado para matar el amor, sino para darle un marco en el que se pueda desarrollar y expresar libre y sinceramente.
Es un espacio en el que los contrayentes se comprometen a no dejarse por ningún motivo y a no abandonar la nave por más difíciles que sean las circunstancias.
Es una empresa y una relación fundada para crecer juntos.
Es un pacto de sangre, la sangre que derrama la virgen al consumar el matrimonio; sangre como la del pacto de Cristo con la iglesia, la cual se recuerda en la Santa Cena, pues con ella selló el Nuevo Pacto de Dios con el hombre para poder salvarlo.
Cuando un hombre se casa con la mujer de sus sueños le está prometiendo delante de Dios y de los hombres que aunque dentro de 10 ó 30 años se encuentre con mujeres más jóvenes y atractivas, él jamás la abandonará ni a ella ni a sus hijos.
Le está prometiendo que su dinero, su compañía, su ternura, sus labios, sus caricias y todo su cuerpo serán propiedad exclusiva de ella hasta que la muerte los separe.
Y claro, la mujer promete exactamente lo mismo, ser exclusiva para su marido.
Es por ello que ni la más sensual secretaria, ni el más hermoso de los vecinos, ni la más antipática de las suegras, ni el más fastidioso de los hijos, ni la más cruel de las crisis económicas, ni la más terrible enfermedad, podrán impedir que marido y mujer se sigan amando.
Tampoco ningún fuego de hechicería podrá apagar ese amor. Ni siquiera las imperfecciones de ambos.
Lo que el Señor desea es que marido y mujer se sigan amando aún en la vejez.
Que se sigan deseando, que se besen, que se emocionen bailando juntitos, que se miren, que se coqueteen, que se acaricien y que disfruten el santo placer conyugal.
Además desea que se respeten, se toleren, se perdonen, se acompañen, se congreguen, oren, lean la Biblia y adoren a Dios juntitos en espíritu y en verdad.
Aquello de que te fuiste y me dejaste parace ser lo más común. Es como si el consumo popular no diera para exaltar la parte positiva y tierna del romance.
Canciones como “La Felicidad” del cantautor argentino Palito Ortega parecieran quedar en desuso y sonar cursis:
“Antes nunca estuve así enamorado, no sentí jamás esta sensación, la gente en las calles parece más buena, todo es diferente gracias al amor.
La felicidad, de sentir amor, hoy hace cantar a mi corazón. La felicidad, me la dio tu amor, hoy vuelvo a cantar, gracias al amor”.
Cuando se lee en la Biblia el libro El Cantar de los Cantares, nombre que es un hebraísmo y que significa el más hermoso de todos los cantos, lo que apreciamos es romance puro, romanticismo del bueno, amor de pareja, galanteo y coqueteo entre el Rey Salomón (su autor) y la Sulamita, su esposa.
Aunque proyectando este cuadro de manera escatológica estos dos personajes están tipificando a Cristo y a su novia, la iglesia cristiana.
No obstante, sin perder de vista el romance como sentido primario, esta especie de ópera que pone en escena a un amado con su amada, acompañados de unos amigos y un coro de mujeres de Jerusalén; nos muestra la declaración de su amor mutuo, su admiración, su ternura, su deseo y pasión.
Son seis cánticos repartidos en ocho capítulos en los que no hay erotismo barato para el comercio, ni romance de telenovela.
En ellos se destaca el amor entre un hombre y una mujer dejando una gran una lección de pasión para dos seres que se aman y se comprometen en un pacto ante Dios.
Pero también la pareja sella un contrato conyugal ante las leyes civiles para amarse, respetarse, cuidarse, darse placer, sacarse adelante el uno al otro y formar una familia.
El matrimonio no fue diseñado para matar el amor, sino para darle un marco en el que se pueda desarrollar y expresar libre y sinceramente.
Es un espacio en el que los contrayentes se comprometen a no dejarse por ningún motivo y a no abandonar la nave por más difíciles que sean las circunstancias.
Es una empresa y una relación fundada para crecer juntos.
Es un pacto de sangre, la sangre que derrama la virgen al consumar el matrimonio; sangre como la del pacto de Cristo con la iglesia, la cual se recuerda en la Santa Cena, pues con ella selló el Nuevo Pacto de Dios con el hombre para poder salvarlo.
Cuando un hombre se casa con la mujer de sus sueños le está prometiendo delante de Dios y de los hombres que aunque dentro de 10 ó 30 años se encuentre con mujeres más jóvenes y atractivas, él jamás la abandonará ni a ella ni a sus hijos.
Le está prometiendo que su dinero, su compañía, su ternura, sus labios, sus caricias y todo su cuerpo serán propiedad exclusiva de ella hasta que la muerte los separe.
Y claro, la mujer promete exactamente lo mismo, ser exclusiva para su marido.
Es por ello que ni la más sensual secretaria, ni el más hermoso de los vecinos, ni la más antipática de las suegras, ni el más fastidioso de los hijos, ni la más cruel de las crisis económicas, ni la más terrible enfermedad, podrán impedir que marido y mujer se sigan amando.
Tampoco ningún fuego de hechicería podrá apagar ese amor. Ni siquiera las imperfecciones de ambos.
Lo que el Señor desea es que marido y mujer se sigan amando aún en la vejez.
Que se sigan deseando, que se besen, que se emocionen bailando juntitos, que se miren, que se coqueteen, que se acaricien y que disfruten el santo placer conyugal.
Además desea que se respeten, se toleren, se perdonen, se acompañen, se congreguen, oren, lean la Biblia y adoren a Dios juntitos en espíritu y en verdad.
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